1) Nos encontramos ante una crisis sanitaria, política y económica de alcances imprevisibles. Sin embargo, por experiencia histórica sabemos que, sin importar de qué tamaño sea su alcance, el costo humano y material caerá sobre las familias del pueblo trabajador y no sobre las clases dominantes. Estas últimas, por el contrario, están buscando aprovechar la crisis para aumentar sus oportunidades de negocio y sus ganancias, imponiendo sobre los intereses de toda la sociedad sus intereses de clase. Para ello cuentan, desde luego, con poderosos aparatos de propaganda y con la fuerza del Estado. Frente a estas condiciones, el pueblo trabajador sólo tiene una opción: la organización y la construcción de poder popular.
2) Desde hace un par de semanas, cuando el Covid-19 empezó a golpear con más fuerza en Europa occidental y Estados Unidos, los mercados financieros han cerrado sus operaciones, jornada tras jornada, de forma abrupta. Los indicadores de los organismos internacionales que, a finales del año pasado, hablaban de “desaceleración” económica en el mundo, hoy resultan insuficientes para explicar el tamaño de la catástrofe. La pronunciada caída en prácticamente todas las bolsas de valores sólo indica una cosa: que los monopolios y oligopolios están sacrificando circulación por liquidez, que los intercambios comerciales se encuentran prácticamente paralizados a nivel global y que las medidas adoptadas por los Estados imperialistas para tratar de mantener a flote el averiado “crucero” del capitalismo no lograrán detener el hundimiento económico.
El guion de esta película es bien conocido por todo mundo: las grandes empresas en quiebra serán rescatadas con dinero público en un contexto de especulación comercial y financiera, desempleo y precarización crecientes, aumento de las deudas y ruina generalizada. La pregunta es: ¿Cómo va a salir el capitalismo de esta crisis? La respuesta no está predeterminada, pero la historia nos enseña algunas cosas.
3) En términos muy generales, una de las vías que históricamente encontraron los estados “democráticos” para enfrentar la crisis cuando las organizaciones de clase del pueblo trabajador eran numerosas y políticamente fuertes, con gran capacidad de negociación y, por lo tanto, en contextos de alta conflictividad laboral, consistió en la instauración de regímenes profundamente autoritarios, o bien, relativamente conciliadores, que canalizaron la fuerza y las demandas inmediatas del pueblo a través de una política centrada, primero, en una fuerte intervención del Estado en la economía; segundo, la guerra y, por último, una interpelación constante a la construcción de la identidad y la conciliación de clases con base en la represión y el acuerdo, en la nación, la patria y el rechazo al “Otro”. El capitalismo durante la primera mitad del siglo XX, con sus dos guerras mundiales, transitó a través de esta vía para salir de la Gran Depresión de 1895 y, luego, de la de 1929.
Uno de los resultados fue la instauración del “estado de bienestar” en los países occidentales. La clase obrera de los países del centro gozó, entre el final de la II Guerra Mundial y los años setenta, de salarios altos, empleos estables, reconocimiento de sus organizaciones sindicales, educación y una gran capacidad de consumo. Asimismo, contó con numerosos espacios de participación política que hicieron posible la instauración de sistemas de seguridad social fuertes, con pensiones y jubilaciones altas y servicios de salud de calidad, gratuitos, eficaces y universales. Uno de los resultados de este proceso de integración amplio consistió, paradójicamente, en el “desarme” político de la clase obrera y, por lo tanto, en una pérdida sistemática de su capacidad de negociación.
El llamado “Tercer Mundo”, durante este periodo, ancló su suerte al de las potencias imperialistas, agudizando su condición de economías subordinadas y dependientes. Todo ello en medio de una intensa lucha económica, militar, política e ideológica en contra de cualquier expresión que se atreviera a cuestionar el funcionamiento del orden existente, y la amenaza constante de una nueva guerra, esta vez con armas atómicas, de alcance mundial.
Las economías capitalistas entraron, durante este periodo, en su etapa de mayor crecimiento, al cual siguió otro periodo de crisis, es decir, de baja significativa en la tasa de ganancia de la burguesía, a finales de los años setenta. Las clases dominantes, en todo el mundo, atribuyeron la crisis a los trabajadores. Desde su óptica, el problema consistía en que la clase obrera había acumulado durante los últimos treinta años, “demasiado poder de negociación”. El paso lógico fue destruir las organizaciones de clase de los trabajadores, en especial sindicatos y partidos, debilitados de por sí al sacrificar paulatinamente su independencia política a cambio de participar en la dinámica parlamentaria. A partir de ahí, lo que siguió fue una frenética carrera para desmontar la estructura del “estado de bienestar”. En algunos casos, como en Francia, este proceso aún no termina. Las revueltas del año pasado en contra de las políticas de Emmanuel Macron, se inscriben en este proceso de más largo aliento.
Sin embargo, la innegable derrota histórica de la clase obrera abrió paso a la privatización de todo: las pensiones y los servicios de salud, los esquemas de contratación, la educación, las empresas públicas, etc.
La lógica del “libre mercado” y el mito de que éste se “autorregula”, y por lo tanto, que es necesario alentar la “competencia” y el “emprendimiento”, se convirtieron en el nuevo dogma de la política pública. En realidad, no se trata más que justificaciones de orden ideológico en torno a un proceso más amplio y complejo: la recuperación de la tasa de ganancia sólo fue posible, entre las últimas dos décadas del siglo XX y la primera del XXI, mediante la reestructuración del modo de producción capitalista con base en la integración de las cadenas productivas y de circulación de mercancías a escala global, el crecimiento desenfrenado de los oligopolios y del capital financiero. Esto vino acompañado de la apertura de nuevas “áreas de oportunidad” en los servicios y procesos productivos que antes eran controlados por el Estado, como la salud, por ejemplo, y el desmantelamiento de los derechos laborales mediante esquemas de contratación flexible y una caída pronunciada del poder adquisitivo de los salarios, es decir, de la precarización laboral. Esto es, a muy grandes rasgos, lo que se conoce como “neoliberalismo”.
En resumen: el capitalismo ha encontrado, una y otra vez, que la única manera de salir de sus crisis recurrentes radica en el sacrificio físico, político y económico de las y los trabajadores. Esta vez no será la excepción. Cabe señalar, sin embargo, que el contexto es distinto al de cualquier otra crisis anterior.
En primer lugar, las organizaciones de la clase trabajadora, producto de su derrota histórica, hoy se encuentran en una posición defensiva y de debilidad. En segundo lugar, las clases dominantes han fortalecido sus posiciones impulsando, de nueva cuenta, el crecimiento de expresiones políticas de extrema derecha que han logrado articular el descontento popular frente al deterioro sistemático de sus condiciones de vida con la defensa, por todos los medios necesarios, de los intereses de las clases dominantes responsables de ese mismo deterioro. Todo esto, además, en un entorno de crisis climática que a su vez es producto del propio capitalismo y que se presenta como una barrera difícil de superar.
4) Por otra parte, la crisis sanitaria va en aumento. En el mundo occidental, los casos positivos de Covid-19 y los muertos empiezan a contarse por miles y no se ve, en el futuro inmediato, que los actuales administradores de los intereses de las clases dominantes estén pensando en la implementación de una estrategia capaz de detener la propagación de la enfermedad, pero sí han sido capaces de establecer medidas que tienen un efecto propagandístico y mediático inmenso. En los hechos, la forma de enfrentar esta crisis ha sido “dejar hacer, dejar pasar” y que sobreviva quien sea capaz de sobrevivir, y al mismo tiempo, generar un ambiente de miedo mezclado con esperanza que, en última instancia, funciona como un mecanismo de legitimación del papel rector y directivo del Estado, es decir, de la dominación.
5) Entre el inmenso mar de noticias sobre el Covid-19, una cosa queda clara: los sistemas de salud administrados como si fueran empresas están condenando a decenas miles de personas, en todo el mundo, a padecer la enfermedad a través de un criterio prácticamente eugenésico que consiste en “enfocar esfuerzos” en los pacientes que tienen “posibilidades de vida”, dosificar las pruebas y dejar morir a los sectores más vulnerables, entre estos, adultos mayores y personas con enfermedades previas. Debemos asumir que los sistemas públicos de salud no están “colapsados” a causa del Covid-19, sino que han sido desmontados durante años como parte de una política de privatización paulatina y sistemática, de la cual ya hemos hablado y que ha venido como anillo al dedo para las empresas de seguros, y las industrias médica, hospitalaria y farmacéutica, principalmente. Los principales culpables del actual “colapso” de los sistemas de salud son los organismos financieros internacionales y los estados que han implementado esta política criminal que considera que la salud es un negocio y no un derecho.
6) Las medidas para “enfrentar” la propagación del Covid-19 están definidas, en su conjunto, por la lógica del “libre mercado”. El “aislamiento social” es un llamado directo a la individualidad, la especulación y la libre competencia, ya sea por conseguir papel higiénico, por vender “kits sanitarios”, por inventar la noticia más falsa o por ver quién tiene la iniciativa más inofensiva y políticamente correcta para “encarar” la crisis, es decir, para convertirla en un hermoso espectáculo transmitido a escala mundial por las redes sociales. En Estados Unidos, por ejemplo, la venta de armas ha registrado un considerable aumento en los últimos días. La “protección de la propiedad y la familia”, fundamentales en el modo de vida americano, contrastan notablemente con la solidaridad internacionalista que el pueblo cubano está prestando al mundo.
En este sentido, la crisis también ha vuelto a demostrar que existen miles de personas en el mundo que enfocan la problemática de una manera crítica, y que han levantado demandas muy concretas para que las clases dominantes se hagan responsables del desastre que ellas mismas han ocasionado. Cabe señalar, por otra parte, que ninguna demanda, por justa que sea, será cumplida o satisfecha sin que el pueblo trabajador correlacione fuerzas con los explotadores. Si asumimos esto, la organización y la unidad del pueblo con base en la colectividad, y no en una simple suma de individualidades, es la tarea más urgente y necesaria no sólo para enfrentar esta crisis, sino también para marcar un punto de inflexión que ponga en el centro de cualquier planteamiento político, económico o social a los seres humanos y no las ganancias de las clases dominantes.