ENERO 2021 | PALABRAS PENDIENTES Nº 14 | CIENCIA, CAPITALISMO Y REVOLUCIÓN
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Palabras clave:
Ciencia, dialéctica de la naturaleza, capitalismo, ciencias naturales, teoria de la naturaleza.

Recientemente se han publicados varios materiales sobre la obra de Friedrich Engels, a propósito del segundo centenario de su nacimiento, en ellos podemos ubicar varios de los aportes y límites de la obra del militante e intelectual comunista. Resaltan las reflexiones más recientes de Bellamy Foster[1], Elmar Altvater[2], Piedra Arencibia[3], Michel Roberts[4], entre muchos más.

Los fragmentos que presentamos a continuación corresponden a la “Introducción” de la Dialéctica de la Naturaleza, libro que incluye una serie de textos redactados por Engels entre 1873 y 1886. Se trata de un texto que quedó inconcluso y que no fue redactado por el autor como material listo para la publicación.

Los fragmentos que presentamos a continuación corresponden a la “Introducción” de la Dialéctica de la Naturaleza, libro que incluye una serie de textos redactados por Engels entre 1873 y 1886. Se trata de un texto que quedó inconcluso y que no fue redactado por el autor como material listo para la publicación.

Tras la muerte de Engels, sus manuscritos y notas sin publicar quedaron bajo el cuidado del Partido Socialdemócrata Alemán; sin embargo, la primera edición de los diversos fragmentos en forma de libro fue en Moscú en 1925, en alemán y en ruso. La segunda edición alemana será en 1927 y la rusa en 1929; subsecuentes ediciones son basadas en estas, pero tienen muchas imprecisiones, malas traducciones y son incompletas. En 1935, una nueva edición revisada sería incluida en las Obras completas de Marx-Engels (MEGA, por sus siglas en alemán) editadas al cuidado del Instituto Marx-Engels-Lenin de Moscú, parece ser esta edición la primera aceptable desde el punto de vista científico.

Engels plantea así su proyecto de investigación en relación con las ciencias naturales:

[…] toda esta recapitulación mía de la matemática y las ciencias de la naturaleza se trataba, naturalmente, de convencerme también en el detalle -pues en líneas generales no tenía duda al respecto- de que en la naturaleza rigen las mismas leyes dialécticas del movimiento, en el confuso seno de las innumerables modificaciones, que dominan también en la historia la aparente casualidad de los acontecimientos; las mismas leyes que, constituyendo también en la evolución del pensamiento humano el continuo hilo conductor, llegan progresivamente a la consciencia del hombre; las leyes desarrolladas por vez primera por Hegel de un modo amplio y general aunque en forma mistificada; extraerlas de esa forma mística y llevarlas a consciencia claramente, en toda su sencillez era uno de nuestros objetivos. [...] La filosofía de la naturaleza, especialmente en la forma hegeliana, pecó al no reconocer a la naturaleza ninguna evolución en el tiempo, ningún <>, sino sólo un <>. [...] No podía tratarse para mí de construir artificialmente, por proyección, las leyes dialécticas en la naturaleza, sino de encontrarlas en ella y desarrollarlas a partir de ella.

Actualmente, y más allá de las consideraciones puntuales sobre tal o cual afirmación de Engels, encontramos en la Dialéctica algunos elementos metodológicos que consideramos fundamentales para el pensamiento científico: a) La naturaleza es histórica, es decir, se desarrolla en el tiempo y por tanto el movimiento es una propiedad inherente; b) Lo igual no siempre engendra lo igual, por lo que cambios cuantitativos pueden tornarse en cambios cualitativos; c) Todos los elementos para explicar a la naturaleza deben estar dentro de ella misma, todos los elementos de una teoría de la naturaleza deben ser elementos naturales.

Las discusiones alrededor de la Dialéctica son ya clásicas dentro del marxismo. Sirva pues la presente selección como una invitación a leer y pensar la obra de Engels en la clave que él planteaba: la de la lucha revolucionaria.

Fragmentos

Las modernas Ciencias Naturales son las únicas que han alcanzado un desarrollo científico, sistemático y completo, en contraste con las geniales intuiciones filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la naturaleza, y con los descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la mayoría de los casos perdidos sin resultado; las modernas Ciencias Naturales, como casi toda la nueva historia, datan de la gran época que nosotros, los alemanes, llamamos la Reforma […] Es ésta la época que comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real, apoyándose en los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas modernas y la moderna sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles hallábanse aún enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania apuntó proféticamente las futuras batallas de clase: en ella no sólo salieron a la arena los campesinos insurrecionados —esto no era nada nuevo—, sino que tras ellos aparecieron los antecesores del proletariado moderno, enarbolando la bandera roja y con la reivindicación de la propiedad común de los bienes en sus labios. En los manuscritos salvados en la caída de Bizancio, en las estatuas antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo —la Grecia antigua— se ofreció a los ojos atónitos de Occidente.

[...] Los límites del viejo «orbis terrarum» fueron rotos; sólo entonces fue descubierto el mundo, en el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el subsecuente comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que a su vez sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue abatida la dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos germanos se sacudió su yugo y abrazó la religión protestante, mientras que entre los pueblos románicos iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando el camino al materialismo del siglo XVIII una serena libertad de pensamiento heredada de los árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo descubierta. Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta entonces; fue una época que requería titanes y que engendró titanes por la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y la erudición. De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la burguesía podrá decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de limitación burguesa.

[…] Los héroes de aquellos tiempos aún no eran esclavos de la división del trabajo, cuya influencia comunica a la actividad de los hombres, como podemos observarlo en muchos de sus sucesores, un carácter limitado y unilateral. Lo que más caracterizaba a dichos héroes era que casi todos ellos vivían plenamente los intereses de su tiempo, participaban de manera activa en la lucha práctica, se sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la palabra y la pluma, otros con la espada y otros con ambas cosas a la vez.

[…] En aquellos tiempos también las Ciencias Naturales se desarrollaban en medio de la revolución general y eran revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes italianos que dieron nacimiento a la nueva filosofía, las Ciencias Naturales dieron sus mártires a las hogueras y las prisiones de la Inquisición.

[…] El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales declararon su independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando éste quemó la bula del Papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien tímidamente, y, por decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la autoridad de la Iglesia en las cuestiones de la naturaleza […] a partir de entonces se operó, a pasos agigantados, el desarrollo de la ciencia, y puede decirse que este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado de la distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida.

[…] La tarea principal en el primer período de las Ciencias Naturales, período que acababa de empezar, consistía en dominar el material que se tenía a mano. En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental. Todo lo que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de Ptolomeo, y los árabes, la numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los numerales modernos y la alquimia; el medioevo cristiano no había dejado nada.

[…] Pero lo que caracteriza mejor que nada este período es la elaboración de una peculiar concepción general del mundo, en la que el punto de vista más importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza. Según esta idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido, una vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso «primer impulso», seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas, sus elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inmóviles en sus sitios, manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la «gravitación universal». La Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o —según el punto de vista— desde su creación. […] En oposición a la historia de la humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la historia natural se le atribuía exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se negaba todo cambio, todo desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias Naturales, tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza conservadora hasta la médula, en la que todo seguía siendo como había sido en el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o eternamente, tal y como fuera desde el principio mismo de las cosas.

Las Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la naturaleza. Para los filósofos griegos el mundo era, en esencia algo surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para todos los naturalistas del período que estamos estudiando el mundo era algo osificado, inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba y encontraba como causa primera un impulso exterior, que no se debía a la propia naturaleza.

[…] La primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue abierta por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la “Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo” de Kant. La cuestión del primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron como algo que había devenido en el transcurso del tiempo. Si la mayoría aplastante de los naturalistas no hubiese sentido hacia el pensamiento la aversión que Newton expresara en la advertencia: «¡Física, ten cuidado de la metafísica!», el genial descubrimiento de Kant les hubiese permitido hacer deducciones que habrían puesto fin a su interminable extravío por sinuosos vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo derrochados copiosamente al seguir falsas direcciones, porque el descubrimiento de Kant era el punto de partida para todo progreso ulterior. […] Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin tardanza y de manera resuelta las investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía?

[…] La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la admisión de la constancia de especies orgánicas. La idea de la transformación gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida en la misma llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de los organismos y de su adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa, no sólo en la Iglesia católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante largos años el mismo Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos, mucho menos. Ello fue debido a la división del trabajo que llegó a dominar por entonces en las Ciencias Naturales, en virtud de la cual cada investigador se limitaba, más o menos, a su especialidad, siendo muy contados los que no perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.

Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados fueron resumidos casi simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo época en esta rama de las Ciencias Naturales. Mayer, en Heilbronn, y Joule, en Mánchester, demostraron la transformación del calor en fuerza mecánica y de la fuerza mecánica en calor. […] Se desterró de la ciencia la casualidad de la existencia de tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas sus interconexiones y transiciones. La física, como antes la astronomía, llegó a un resultado que apuntaba necesariamente el ciclo eterno de la materia en movimiento como la última conclusión de la ciencia.

El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde Lavoisier y, sobre todo, desde Dalton, atacó, por otro costado, las viejas concepciones de la naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de compuestos que hasta entonces sólo se habían producido en los organismos vivos, demostró que las leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos orgánicos que para los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica.

[…] Finalmente, también en la esfera de las investigaciones biológicas, sobre todo los viajes y las expediciones científicas organizados de modo sistemático a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más meticuloso de las colonias europeas en todas las partes del mundo por especialistas que vivían allí, y, además, las realizaciones de la paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre todo desde que empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y se descubrió la célula; todo esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho posible —y necesaria— la aplicación del método comparativo.

[…] Las lagunas en los anales de la paleontología iban siendo llenadas una tras otra, lo que obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso paralelismo existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su conjunto y la historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo el hilo de Ariadna, que debía indicar la salida del laberinto en que la botánica y la zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al mismo tiempo que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff desencadenaba, en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de las especies y proclamaba la teoría de la evolución. Pero lo que en él sólo era una anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin, en 1859, exactamente cien años después.

[…] Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes fundadores de la filosofía griega, a la concepción de que toda la naturaleza, desde sus partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos de arena hasta los soles, desde los protistas hasta el hombre, se halla en un estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que fuera para los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una estricta investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene una forma más terminada y más clara.

[…] Y de los primeros animales se desarrollaron, esencialmente gracias a la diferenciación, incontables clases, órdenes, familias, géneros y especies, hasta llegar a la forma en la que el sistema nervioso alcanza su más pleno desarrollo, a los vertebrados, y finalmente, entre éstos, a un vertebrado, en que la naturaleza adquiere conciencia de sí misma, el hombre.

También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo como individuo —desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar el organismo más complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido histórico. Cuando después de una lucha de milenios la mano se diferenció por fin de los pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono y quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje articulado y para el poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo infranqueable entre el hombre y el mono. La especialización de la mano implica la aparición de la herramienta, y ésta implica la actividad específicamente humana, la acción recíproca transformadora del hombre sobre la naturaleza, la producción. […] Únicamente el hombre ha logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando plantas y animales de un lugar a otro, sino modificando también el aspecto y el clima de su lugar de habitación y hasta las propias plantas y los animales hasta tal punto, que los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con la extinción general del globo terrestre. Y esto lo ha conseguido el hombre, ante todo y sobre todo, valiéndose de la mano. Hasta la máquina de vapor, que es hoy por hoy su herramienta más poderosa para la transformación de la naturaleza, depende en fin de cuentas, como herramienta, de la actividad de las manos. Sin embargo, paralelamente a la mano fue desarrollándose, paso a paso, la cabeza; […] la mano sola nunca hubiera logrado crear la máquina de vapor si, paralelamente, y en parte gracias a la mano, no se hubiera desarrollado correlativamente el cerebro del hombre.

Con el hombre entramos en la historia. También los animales tienen una historia, la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente. Pero, los animales son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte en ella, esto ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el contrario, a medida que se alejan más de los animales en el sentido estrecho de la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde el resultado histórico con los fines establecidos de antemano. Pero si aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la historia de los pueblos más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso aquí existe todavía una colosal discrepancia entre los objetivos propuestos y los resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y esto no será de otro modo mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus demás actividades —me refiero a la producción de sus medios de subsistencia, es decir, a lo que hoy llamamos producción social— se vea particularmente subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el objetivo deseado se alcance sólo como una excepción y mucho más frecuentemente se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países industriales más adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la producción, de modo que hoy un niño produce más que antes cien adultos. Pero, ¿cuáles han sido las consecuencias de este acrecentamiento de la producción? El aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un crac inmenso cada diez años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal.

[…] Pero «todo lo que nace es digno de morir». Quizá antes pasen millones de años, nazcan y bajen a la tumba centenares de miles de generaciones, pero se acerca inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá ya derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la vida; irá desapareciendo paulatinamente toda huella de vida orgánica, y la Tierra, muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas, terminará por caer. […] El mismo destino que aguarda a nuestro sistema solar espera antes o después a todos los demás sistemas de nuestra isla cósmica, incluso a aquellos cuya luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede un ser humano capaz de percibirla.

¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya terminado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la muerte? ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio infinito, y todas las fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente diferenciadas, se convertirán en una única forma del movimiento, en la atracción?

[…] Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 X 2 = 4 o que la atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del cuadrado de la distancia. Pero en las Ciencias Naturales teóricas —que en lo posible unen su concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las cuales en nuestros días no puede hacer nada el empírico más limitado—, tenemos que operar a menudo con magnitudes imperfectamente conocidas; y la consecuencia lógica del pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la insuficiencia de nuestros conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas se han visto constreñidas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad del movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya no pueden existir. Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la materia durante toda su existencia ilimitada en el tiempo sólo una vez —y ello por un período infinitamente corto, en comparación con su eternidad— ha podido diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios de lugar; decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el movimiento pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si se dan condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida, pero que es incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha perdido la capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si bien posee aún dynamis, no tiene ya energeia, y por ello se halla parcialmente destruido. Pero lo uno y lo otro es inconcebible.

[…] Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año terrestre no puede servir de unidad de medida, […] un ciclo en el que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que una nebulosa, un individuo animal o una especie de animales, la combinación o la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno de no ser la materia en eterno movimiento y transformación y las leyes según las cuales se mueve y se transforma. Pero, por más frecuente e inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en crearse en un sistema solar e incluso en un solo planeta las condiciones para la vida orgánica, por más innumerables que sean los seres orgánicos que deban surgir y perecer antes de que se desarrollen de su medio animales con un cerebro capaz de pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones favorables para su vida, para ser luego también aniquilados sin piedad, tenemos la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad férrea con que ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en algún otro sitio y en otro tiempo.


Notas:

[1] Bellamy Foster, J., “Engels’s Dialectics of Nature in the Anthropocene”, Monthly Review, (72,6), Noviembre, 2020, https://monthlyreview.org/2020/11/01/engelss-dialectics-of-nature-in-the-anthropocene/
[2] Altvater, Elmar, Engels neu entdecken, VSA-Verlag, Hamburgo, 2015.
[3] Piedra, Arencibia Rogney, Marxismo y dialéctica de la naturaleza, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2017.
[4] Michel Roberts, Engels 200. His Contribution to Political Economy, Lulu.com, 2020.



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