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México, feminismo, covid-19, discurso androcéntrico, modernidad, efecto pandémico.
Lo primero que debo hacer es alertarles: las siguientes reflexiones no versan en torno a teorías conspirativas, “pánicos pandémicos”, críticas a instituciones políticas, capitalismo global, devenires apocalípticos, entre otros etcéteras. Más bien, en el marco de todas estas preocupaciones, estas líneas intentan reinterpretar nuestros cuerpos desde una perspectiva feminista que logre desplazar la hegemonía que sobre ellos tiene el discurso biomédico actual. Un discurso esencialmente androcéntrico que nos enajena de nuestra propia experiencia. Por androcéntrico me refiero a la mirada del sujeto -cuasi ideal- que cumple con las siguientes características: varón cis, blanco, heterosexual, occidental, adulto y propietario.[1]
A continuación, me propongo contarles cómo nuestro cuerpo es hablado por este sujeto. Luego, mostraré que una reinterpretación feminista supone cuestionar el clásico lenguaje androcéntrico a través del cual vivenciamos la salud y la enfermedad. Para ello, usaré a modo de guía ilustrativa el tópico covid-19, pero precisando que el sentido de este texto no se inicia ni se agota en el coronavirus. Antes bien, persigue el objeto de repensarnos en tanto seres finitos, con una conciencia de vida/muerte atravesada por el discurso científico que comenzó a desarrollarse a partir de la modernidad.
¿Encontrar la vacuna sería una solución al estado pandémico actual? Convencides de que las enfermedades infecciosas pueden prevenirse mediante técnicas de inmunización, nuestro sentido común alimenta esta idea. Sin embargo, lo que llamamos sentido común se trata en realidad de un conjunto de pensamientos organizados para respaldar los filtros normativos mediante los cuales miramos el mundo. Pensamientos que se nos impregnan a través del discurso, entre otros, biomédico.
Este hecho no implica negar la eficacia que han mostrado ciertas vacunas en la prevención de enfermedades. La viruela es un ejemplo paradigmático. Sin embargo, algo que sí nos sugiere nuestra idea de vacuna, es que consideramos la intervención tecnológica sobre los cuerpos como el método para prevenir la enfermedad. Tal idea nos muestra los efectos que el discurso científico tiene en nuestra subjetividad.
Una subjetividad que supone concebir el organismo como algo interno e independiente de su interacción con el afuera. O, si consideramos una posible interacción, el afuera lo entendemos como “algo” que impacta sobre nosotres. Es decir, asumimos que el cuerpo está hecho de una biología rígida y determinada a la cual se le agrega el entorno.
Pero esta concepción que tenemos del cuerpo no se trata de una verdad objetiva, neutral y universal. En contraste, remite a una interpretación que comenzó a predominar a partir del siglo XVII, y que trajo aparejada una nueva noción de salud. Así, garantizar la producción y/o el acceso a las vacunas, proveer de más camas y tecnologías a los hospitales, pueden ser medidas emergentes ante el escenario actual, pero no resuelven un problema que es mucho más profundo: la concepción de salud según la ciencia occidental a partir de la modernidad.
Pensar en soluciones inmediatas equivale a mirar desde el mismo punto en el cual nos encontramos, pero ¿qué trayectorias nos han traído hasta este punto? ¿Cuál será su devenir? Éstas son las preguntas que tenemos que hacernos si queremos abordar posibles soluciones estructurales, y no incurrir en una solución neoliberal -individual- centrada en la vacuna. Con tal fin, debemos analizar la noción de salud con perspectiva histórica. Pero además desde una epistemología feminista, puesto que dicha noción fue desarrollada según los criterios e intereses del sujeto androcéntrico.
Podríamos afirmar que, si bien con diferentes interpretaciones acerca del mundo, desde la antigüedad hasta el renacimiento, prevaleció una noción de cuerpo centrada en la idea de macrocosmos-microcosmos. Es decir, se interpretaba que el cuerpo humano reproducía el universo en pequeña escala. A grandes rasgos, lograr el equilibrio entre los fluidos del cuerpo, de acuerdo con los cuatro elementos -tierra, agua, fuego, aire-, era el objetivo principal de cualquier tratamiento médico. Por tal razón, la alimentación, además de factores externos como el clima y la calidad del aire, se volvían el eje de dicho tratamiento.
A partir de la modernidad, los requerimientos de las sociedades precapitalistas implicaron dominar la naturaleza, y también el cuerpo. La relación del organismo con el macrocosmos se vio eclipsada por una lectura cada vez más mecanicista acerca de nuestro funcionamiento. La teoría darwiniana propuesta a mediados del siglo XIX sirvió como una síntesis para tal lectura, puesto que, desde entonces, en nuestro cuerpo quedaban representados millones de años de evolución.
Se prescindió así de interpretaciones metafísicas y/o divinas para explicar nuestra existencia: el cuerpo cortó su cordón con el universo. En otras palabras, el organismo comenzó un proceso de autonomía respecto del macrocosmos. Desde entonces, se fue dibujando una frontera cada vez más nítida entre el adentro y el afuera. Al mismo tiempo, esta lectura sirvió para justificar biológicamente -de acuerdo un lenguaje moderno- prácticas sexistas y racistas y, posteriormente, patologizar identidades de género y orientaciones sexuales no normativas.
En resumen, la idea acerca de un organismo cerrado y determinado por una biología rígida fue piedra angular para normar la conducta y continuar legitimando los privilegios del sujeto androcéntrico mediante un discurso científico funcional a los requerimientos de las sociedades pre-industriales.
Hoy continuamos percibiéndonos como cuerpos-máquinas con un adentro sólo “reparable” mediante el estudio especializado de sus partes. Los agentes externos capaces de sanarnos deberán mostrar especificidad y ser producidos por la investigación científico-tecnológica. En otras palabras, creemos que, si algo viene de afuera, para ser efectivo deberá ser teledirigido y tener clave de acceso. Clave sólo descifrable por la comunidad científica. El siglo XXI nos encuentra en plena era molecular, y el discurso biomédico nos señala que lo más profundo de nuestro ser es traducible en términos de código genético.
Los cuerpos se encuentran amputados de sus relaciones estructurales. Es decir, nuestros órganos y sistemas fisiológicos parecen aislados de la cultura androcéntrica por la cual transitan. La piel se nos vuelve impermeable a nuestras prácticas y experiencia social, que parecen no llegar a “tocar” ese código genético, abstracto e inalcanzable. Código que hoy se vuelve una representación de lo que somos. De esta manera, asumimos la salud como un estado interno y molecular. Confiamos en que la producción tecnológica eche aceite a nuestras máquinas y mejore nuestro funcionamiento, o nos repare si resultamos dañadas.
En este punto resulta pertinente abrir una serie de interrogantes: más allá de la rapidez con la que podamos “obtener” la vacuna, ¿quiénes podremos acceder a ella? Aun garantizando que toda la población, ¿esto asegura que no habrá más virus altamente mutados que generen otra pandemia similar? ¿Contaremos más muertes, y toda la crisis socioeconómica que conlleva el pánico pandémico, hasta “obtener” la siguiente vacuna, hecha para un nuevo virus?
Si bien el desarrollo de vacunas y antibióticos bajó la tasa de mortalidad causada por enfermedades infecciosas, como es el caso de la difteria y la tuberculosis (ambas producidas por infecciones bacterianas), también es cierto que una gran disminución en la tasa de mortalidad fue observada antes de la obtención de tales desarrollos. Disminución atribuida a ciertas mejoras higiénicas.
Además, en coexistencia con el uso de vacunas y antibióticos están surgiendo nuevos brotes de varias enfermedades “clásicas”, y hasta el día de hoy no sabemos realmente el número de personas afectadas, como ocurre con el sarampión. Subrayo que los rebrotes suceden incluso en aquellos sitios donde se aplica la vacuna como método preventivo. Para explicar este hecho se han barajado una serie de posibilidades, por ejemplo, falta de eficacia de la vacuna, o mutaciones de las cepas infecciosas que generaron resistencia y que aún desconocemos.
Es interesante recordar que en épocas “pre-vacuna”, una política pública que mostró ser eficaz en la disminución de la tasa de mortalidad ocasionada por ciertas enfermedades se centró en potentes medidas para evitar el control de la propagación. Durante el siglo XVIII, los procesos de industrialización en algunos países europeos y la explotación de la mano de obra acarreada explican por qué se promovieron estas medidas: evitar que les trabajadores tuvieran que hacer cuarentena y faltaran a sus labores.
Por otro lado, hacia finales del siglo XIX, en los países de América del Sur, como Chile, la industrialización estuvo acompañada por una masiva migración del campo a la ciudad, provocando grandes hacinamientos. El resultado fue un incremento en la propagación y, consecuentemente, en la tasa de mortalidad causada por ciertas enfermedades infecciosas.
Miremos el panorama hoy. En México, por ejemplo, las edades de mayor contagio por covid-19 se corresponden al rango etario laboralmente activo (de 25 a 65 años). En este sentido, los lugares de principal propagación suelen ser los transportes públicos y los espacios de trabajo. Sabemos, y bastos análisis se hicieron al respecto, que en México existe un factor evidente de clase social: ¿Quiénes son las personas que no cuentan con transporte personalizado o no pueden acceder a uno privado? ¿Quiénes las que deben, aún en esas situaciones, continuar trasladándose?.
Otro tema considerado fundamental en los estudios históricos acerca de la mortalidad es la nutrición. En México, la mayor tasa de contagio y mortalidad muestra comorbilidad. Es decir, las personas más afectadas son aquellas con hipertensión, obesidad y/o diabetes, estados del organismo completamente ligados con la calidad alimenticia y la actividad física. Asimismo, estados de desnutrición que se asocian con una mayor propensión a contraer cualquier tipo de enfermedades.
Por supuesto, estas situaciones no se observan sólo en México, sino que es moneda corriente en los países del Sur Global. Y sabemos que ni la nutrición ni las posibilidades de controlar la propagación dependen de producciones farmacológicas. En consecuencia, estas dimensiones desplazan la noción neoliberal de salud, noción afín con una interpretación mecánica y molecular de los cuerpos, y nos desafían a una lectura estructural donde el ámbito biomédico es parte de, pero no agota, los métodos preventivos.
Una perspectiva feminista en salud
Una reinterpretación feminista de los cuerpos supone abrir el organismo. Esto significa considerar que el aprendizaje y la memoria generada a partir de nuestra experiencia social se encarna en nuestros cerebros, corazones, hígados, pulmones, hormonas, regulaciones genéticas, sistema inmunológico. Nuestra experiencia se expresa biológicamente. Este concepto lo introdujo la epidemióloga Nancy Krieger para describir el impacto que las diferencias socioeconómicas relativas a las desigualdades de género y respecto de los procesos de racialización tienen en la salud y la enfermedad. Los cuerpos precarizados expresan con mayor frecuencia estados de enfermedad.
Pero quiero que vayamos aún más lejos y profundicemos en esta idea de expresión biológica: no sólo nos sirve para conceptualizar la salud en términos de desigualdad económica. Es decir, desde una perspectiva sociológica. Además, nuestras subjetividades configuradas en esta cultura androcéntrica, que supone una lectura de cuerpos jerarquizada según el género, las edades, la identidad de género, la orientación sexual y los procesos de racialización, también se expresan biológicamente. De esta manera, podemos afirmar que somos expresiones biológicas, esto es, en un sentido también ontológico.
Somos expresiones biológicas, resultantes de la subordinación y opresión de nuestros cuerpos que, por uno o más motivos, no se ajustan a las características del sujeto androcéntrico. Y esto significa que todas nuestras prácticas tienen un impacto en nuestro organismo. Más aún, no se trata de un impacto que se suma a una biología ya definida. En cambio, existe una co-producción entre prácticas discursivas-materiales y nuestro organismo.
Es decir, las prácticas generizadas, racializadas y cisheteronormadas, interactúan en simultáneo y de manera horizontal con nuestra materialidad biológica. Una perspectiva feminista representa problematizar que somos expresiones biológicas marcadas por el género, la identidad de género, la orientación sexual, la raza, y la clase.
Una expresión con la que no nacemos, sino que la vamos ha/c(s)iendo a través de nuestra experiencia. Una expresión que materializa memoria. Porque eso somos: cuerpos con memoria. Memoria transgeneracional, que implica herencia cultural. Memoria que encarnamos no como islas individuales, sino a partir de la experiencia social compartida, imbuida en valores androcéntricos.
Una perspectiva feminista en salud nos desafía a percibirnos expuestas, y no sólo ante un virus. En cambio, somos cuerpos vulnerados y vulnerables por las desigualdades de género, de raza y de clase, que se proyectan en mala nutrición y condiciones de vida, obligándonos muchas veces al hacinamiento. Se proyectan también en violencias físicas y simbólicas que canalizamos a través de nuestras células. Se proyectan en miedo, ansiedad, estrés y angustia. Estados que repercuten en nuestro ánimo, haciéndonos más vulnerables a los agentes patógenos en general, y a la Covid-19 en particular.
Una perspectiva feminista debe problematizar “este virus particular”, y considerar que la salud no se trata de ausencia de enfermedad. La salud significa calidad de vida. Hablar de calidad de vida nos hace entonces repensar en todas estas formas de proyección.
Una perspectiva feminista en salud nos hace ver que la enfermedad no se trata sólo de un conjunto definido de síntomas (además, ¿definidos por quiénes?). La enfermedad no es algo abstracto y que mediante ensayos inmunohistoquímicos nos informan si “está o no está” en nuestro cuerpo. En contraste, somos personas que nos enfermamos. Personas con cuerpos y trayectorias singulares. Por supuesto, cuerpos y trayectorias atravesadas por las desigualdades estructurales, materiales y simbólicas, que antes mencionamos.
“Tener salud” no puede reducirse a la sentencia “covid (+) o covid (-)”. En efecto, ¿cuántas personas covid (-) podemos sentirnos terriblemente mal, y cuantas covid (+) son asintomáticas? “Sobrevivir” tampoco es sinónimo de salud. Vivir no supone un éxito, ni morir un fracaso. Todo esto que nos dice el sentido común, recordemos, es el sentido común organizado para continuar legitimando una cultura androcéntrica que jerarquiza nuestros cuerpos.
“Estar sana”, aún con los parámetros biomédicos normativos que determinan el buen funcionamiento de nuestro organismo, y el equipamiento tecnológico producido para medirlos, es, en última instancia, definido por nuestro sentir subjetivo. Como ya sostuvo Laín Entralgo, el discurso biomédico y las tecnologías sirven de manera auxiliar, pero no definen cuando una persona está “sana” o se siente bien.
Una perspectiva feminista implica quitarle al discurso biomédico la patria potestad respecto de nuestro propio cuerpo y estado de salud. No existe clave de acceso “especial” ni producción tecnológica que pueda garantizarnos no enfermar o sobrevivir.
Nuestro cuerpo es tan afectado por un virus y por una vacuna, como por nuestra alimentación y el aire que respiramos. Es afectado por la violencia física y psicológica. Por los discursos y prácticas sexistas, racistas, clasistas, homófobas y transfóbicas.
Desde una perspectiva feminista también debemos considerar que nuestro cuerpo es igualmente afectado por los abrazos, por las palabras de valoración, cariño y compañerismo. Por el tejido de redes, el sentido de la comunidad y la solidaridad. Es motivado por el deseo, porque desear es desear querer vivir. Nuestro cuerpo respira vida cuando tenemos perspectiva de futuro, y esto no depende de una inmunización proporcionada por la práctica biomédica.
Hoy, desde nuestras condiciones de posibilidad, tendríamos que reflexionar y actuar en relación con estas afectaciones positivas que pueden generarnos y podemos generar en y con otres. Comenzar a poner en práctica esta perspectiva feminista acerca de la salud no requiere “esperar una vacuna”. Contagiar amor, alegría, sonrisa, y placer, también puede tener un efecto pandémico.
Notas:
[1] “cis” es el prefijo utilizado para nombrar(nos) a las personas que continuamos identificándonos con el género impuesto al nacer. Para una aproximación a la idea de “imposición de género” ver “Niñez y el uso político de la diversidad etaria: de la asignación a la imposición del género al nacer” (Ciccia, 2020), en Intervenciones Feministas para la Igualdad y la Justicia, Compilado por Diana Maffía; Patricia Gómez; Aluminé Moreno; Celeste Moretti. Danila Suárez Tomé [et al.] -1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Editorial Jusbaires, 2020. ISBN 978-987-768-137-6
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Referencias:
[ø] Barad K. (2003). Posthuman Performativity: Toward an Undertanding of How Matter Comes to Matter. Journal of Woman in Culture and Society, 28 (3).
[ø] Entralgo, L (1951). Medicina e Historia. Madrid: Editora Nacional.
[ø] Fadic, R & Repetto, D (2019). Sarampión: antecedentes históricos y situación actual. Revista Chilena de Pediatría. 90(3), 253-259.
[ø] Foucault, M. (2013). El nacimiento de la clínica: Una arqueología de la mirada médica. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
[ø] Fox Keller, E. (1991). Reflexiones sobre Género y Ciencia. (Trad. A. Sánchez). Valencia: Alfons el Magnánim. (original en inglés, 1985)
[ø] Gothefors, L (2008). El impacto de las vacunas en países con bajos ingresos y países con altos ingresos. Annales Nestlé [Esp]. (66)2, 55–69.
[ø] José, MV & Borgaro, R (1989). Historia universal de la mortalidad. Salud Pública Mex. 31:3-17
[ø] Krieger N. (2001). A glossary for social epidemiology. J Epidemiol Community Health, (55)10,693-700.
[ø] Preciado, Paul B. (2014). Testo Yonqui. Buenos Aires: Paidós.